“¿No parezco autista??: toda una vida siendo “la rara” y un diagnóstico que llegó en la adultez
A Sheila le diagnosticaron TEA (trastorno del espectro autista) cuando ya era adulta y mamá. Recién ahí logró mirar hacia atrás y entender: esa aversión a ciertos ruidos, esas crisis de ansiedad y ese aislamiento que había sufrido desde niña tenían una explicación. Hoy cuenta su historia por primera vez. ¿Por qué nadie se dio cuenta antes? ¿por qué ahora mucha gente no le cree?
Sheila Jocker tiene 33 años, está casada con un médico, tiene dos hijos y está cursando una carrera universitaria para recibirse de Licenciada en Psicopedagogía. Tiene, también, certificado de discapacidad porque hace poco, cuando ya era una mujer adulta, alguien por fin logró unir los puntos y llegar a un diagnóstico: trastorno del espectro autista.
No es así como, todavía hoy, mucha gente imagina a una persona autista. Creen que existe una sola forma: la del niño -por lo general, varón- meciéndose en un rincón, sin hablar una sola palabra.
Por eso todos los días Sheila se enfrenta a personas que no le creen, que le repiten lo mismo: “No parecés autista”, ¿estás segura de que están bien diagnosticada?”, “ah, entonces sos re inteligente”, “¿cómo podés hablar si los autistas no hablan?”.
Un bicho raro
Hay varias razones por las que Sheila puede ahora mirar hacia atrás en su biografía personal y ver con claridad los “signos de alarma”. Una -tal vez la principal- es que sus dos hijos también fueron diagnosticados con TEA (trastorno del espectro autista), aunque en distintos grados.
El mayor, Uriel, tiene 8 años y “autismo grado 3″, el más profundo y el que más se ajusta al estereotipo, porque no habla y va a una escuela especial. En cambio Rafael, de 3 años, tiene “autismo grado 1″, por lo que sí puede comunicarse con palabras pero tiene dificultades en lo social.
Todo esto volvió a la madre en una experta, también la diplomatura en discapacidad que acaba de terminar en la Fundación Fleni.
“De chiquita era muy de querer estar con mi mamá, no quería ir al jardín, no me interesaba estar con otros chicos. Usé mamadera y chupete hasta los seis años. Le pedía a mi mamá que me lo llevara a la salida y lo usaba a escondidas, porque yo sabía que los otros se iban a reír. Mirá desde qué edad aprendí el masking”, arranca ella mientras conversa con Infobae.
El “masking” o camuflaje es un recurso que suelen usar las personas con trastorno del espectro autista -especialmente las mujeres- para poder esconder “lo raro” y adaptarse al entorno.
En la primaria Sheila tampoco tuvo ningún interés en socializar: “Nunca tuve amistades muy reales. De hecho, cuando terminó séptimo grado no quise ir al viajecito de egresados. Me acuerdo que mis compañeros estaban muy tristes porque ya no se iban a ver tanto y yo no entendía por qué estaban tan tristes, nunca había tenido ese sentimiento de pertenencia”.
Eran los 90 y para el resto era “la rara”, “la “antisocial”, la “freak”.
Había otro signo de TEA que ahora ve con nitidez. Era híper sensible. Si alguien le decía ‘boluda’ o ‘tarada’, aunque fuera una forma de hablar, la angustia la arrasaba. Fue por eso que Sheila encontró otro recurso para sobrevivir: el aislamiento. “Me convertí en una persona mucho más fría, más distante”, cuenta.
La híper sensibilidad lo teñía todo: “Había ruidos muy particulares que me molestaban a un nivel que me generaban odio hacia el que los emitía, por ejemplo, los ronquidos. O cuando alguien sorbía los mocos: no era asco, era el sonido. No podía ni siquiera tolerar el ruido que hace alguien cuando se come las uñas”, enumera.
La misofonía -la aversión a los sonidos- también era un rasgo común del espectro autista pero nadie en su entorno lo sabía. “Me acuerdo que el reloj de mi casa hacía un ruidito a las 12 de la noche, un pitido. Yo rezaba para que terminara rápido”.
Como Sheila tenía un interés muy profundo en el animé y los videojuegos - “los intereses muy profundos en algo muy concreto también son un signo de TEA”- a los 12 años se cortó el pelo bien corto, se puso unos lentes con vidrios amarillos, se encerró en ese mundo privado.
“No hacía deportes, nada. Comparado con el resto, era un bicho súper raro”, sigue. “A esa edad es común que los compañeritos quieran ir a las casas de otros, yo en cambio quería estar en mi casa tranquila. Creo que habré festejado uno o dos cumpleaños, no más. Eso lo noto mucho también con mis hijos, tampoco les interesa la relación con pares”.
A los 19 años a Sheila se le sumó la ansiedad.
“Empezó viajando en transporte público. Me agarraban sudores fríos, me mareaba, sentía que me tenía que bajar sí o sí”.
Le diagnosticaron Trastorno de Ansiedad Generalizada (TAG), algo común en jóvenes con trastorno del espectro autista, sobre todo mujeres. ¿Por qué? “Yo creo que es por la necesidad de vivir todo el tiempo fingiendo ser alguien que no sos para encajar en la sociedad”, sostiene ella.
La aversión a los ruidos empeoró con el trastorno de ansiedad por lo que Sheila empezó a salir con auriculares grandes para intentar apagar el sonido ambiente.
“Siempre pensé que era algo mío, una maña”, cuenta ella. Sin embargo, ahora sabe que las personas con TEA suelen tener sensibilidad sensorial, y no sólo con ciertos ruidos. También con ciertos sabores, alimentos o texturas.
Sheila, de hecho, tardaba mucho tiempo en comer porque separaba los alimentos cuyo gusto no toleraba en la boca, o colores que no soportaba ver. Se le hacía imposible tocar arena, por lo que las vacaciones también estaban limitadas.
O le molestaba a niveles intolerables el picor de las bufandas, las prendas de lana o las etiquetas de la ropa. “Sentía que las etiquetas me quemaban, me tenía que sacar la ropa sí o sí. Lo mismo veo que le pasa a mis hijos”.
Mamá
Tuvo que acostumbrarse a convivir con todo ese malestar inexplicable. Así cursó tres años de la carrera de Relaciones Internacionales en los que tampoco forjó una sola amistad.
Lo que había invadido la infancia y la adolescencia en la primera juventud también tiñó de oscuro sus vínculos laborales.
A los 24 años, ya en pareja, Sheila quedó embarazada.
“Tuve un embarazo normal pero, emocionalmente, fue bastante tortuoso. Con esa híper sensibilidad sensorial los movimientos dentro de la panza, la inflamación...todo me resultaba súper invasivo”, cuenta.
Se sumó, entonces, la culpa, dardos que suelen tirarse ellas mismas y que también vienen de afuera: “No hay nada que me venga bien”, “soy una quejosa”, “no te bancás el dolor”.
La cuestión es que cuando Uriel tenía más o menos un año Sheila empezó a notar que había en él “cosas diferentes”.
“Lo llevaba a la plaza y quería pegarle a los otros chicos. Cosas así, medio particulares: si cuando volvíamos yo cambiaba el recorrido se empezaba a sacudir en el cochecito y se ponía súper mal”, enumera. Después empezó a caminar en puntas de pies.
Le hicieron una serie de evaluaciones. El autismo se divide en tres niveles según las necesidades que presente cada persona. El día en que Uriel cumplió dos años recibieron el diagnóstico. Lo suyo era Trastorno del espectro autista “de grado 3″, el más severo y, por tanto, el que más apoyos necesita.
El nene, que ya tiene 8 años, no habla pero se comunica por medio de una tablet con pictogramas. Va a segundo grado de un colegio especial y tiene también mucha sensibilidad sensorial.
“Por ejemplo, no puede tomar un subte: vos te acercás a la estación, él ya sabe que eso es el subte y entra en crisis porque no tolera el ruido”, describe la mamá.
Fue durante una sesión de Terapia Ocupacional del nene que la terapista notó lo que le pasaba a Sheila mientras trabajaban con la parte sensorial de Uriel. Cuando le daban al nene masas pegajosas o arena la madre no podía evitar sus caras de espanto, de intolerancia, quería huir.
Sheila seguía tratando de camuflar lo que le pasaba, de eso se trata el “masking”.
“Vos buscás en otras personas las conductas sociales que son aceptadas como para copiarlas y tapar las tuyas. ¿La mujer es la que contiene, la que se banca todo? Listo. Así empezás a hacer como una actuación: te escondés detrás de esa máscara, el problema es que eso ocasiona muchísima ansiedad, a veces también depresión”, describe.
Pero la terapista de su hijo lo detectó igual y un día le preguntó si quería que le hiciera a ella un “perfil sensorial”. Sheila, que para ese entonces también tenía depresión -otro diagnóstico muy común en personas con TEA-, aceptó. El resultado del test mostró que tenía un perfil “evitativo”, lo que en muchos chicos parece timidez.
Era una punta pero había que seguir investigando.
“Yo lo dejé ahí, pero no tan ahí”, sigue. “Pasó el tiempo, pasó la vida...yo estaba muy abocada a mi hijo. Y al año siguiente empecé a hablarlo con mi psiquiatra”.
Le hicieron el test, otro montón de estudios médicos, entrevistaron a su mamá para revisar signos de su infancia y adolescencia y llegaron al diagnóstico: Trastorno del espectro autista de grado 1, el que menos apoyos necesita, pero parte igual del espectro.
Sheila tenía 28 años: recién ahí pudo mirar hacia atrás y empezar a entender. En ese momento quedó embarazada de su segundo hijo, que también tiene TEA en el mismo grado que ella.
¿Estás segura?
Con el diagnóstico en la mano arrancó un proceso que ahora define como “de duelo”.
“Al principio sentí enojo porque creo que si yo hubiera sido diagnosticada de chica habría tenido una mejor calidad de vida”, sostiene.
“Es que en en mi adolescencia y mi juventud tuve muchas emociones que realmente me desbordaban. De haber sabido habría estado más contenida, mis padres hubieran tenido más herramientas para ayudarme. No era que yo era muy exagerada o demasiado sensible, me pasaba algo que nunca había podido entender”.
Recién después vino la aceptación, y con eso, la búsqueda de herramientas que le permitan vivir mejor.
“Es que en vez de culparme por no poder hacer algo por el ruido ahora digo ‘no me voy a exponer a esto, me puede llevar a tener un meltdown’, entonces aprendí a cuidarme”, cuenta Sheila.
Con “meltdown” se refiere a la llamada “crisis autista”, una respuesta intensa e incontrolable a una situación abrumadora que suelen tener algunas personas con TEA.
Sheila empezó entonces a hablar del tema en sus redes sociales. Y como le sucedió a Maju Lozano cuando contó que la habían diagnosticado a los 51 años, muchas veces la acusaron de estar fingiendo.
“Es como que hay autismos que valen y autismos que no”, lamenta Sheila. “Me dicen ‘el de tu hijo sí, pero ¿vos? Al principio tampoco salí a gritarlo a los cuatro vientos. Yo misma me decía ‘bueno, yo no soy taaan autista’: la sociedad me había enseñado eso, sentía una especie de síndrome del impostor”, se despide.
“Ahora resulta que todas son autistas”, le han llegado a decir, un bis de cuando dicen “ahora resulta que todas fueron abusadas”.
No es que haya más mujeres autistas ni más abusadas, lo que hay son más diagnósticos, más mujeres dispuestas a contarlo. Más personas como ella con ganas de sacarse la máscara para que otras no pasen tantos años sobreviviendo y puedan llegar a la adultez con una vida mejor.
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