Obscenidad del poder y la memoria corta
Mientras millones de argentinos terminan el año ajustando el bolsillo, contando monedas para llegar a fin de mes y resignando derechos básicos, hay dirigentes que parecen vivir en un país paralelo. La última declaración jurada de Thomas no es solo una lista de bienes: es una postal obscena de cómo el poder, cuando no tiene controles, se sirve a sí mismo.
Casi 20 millones de pesos declarados entre casas, departamentos, terrenos, un local comercial, mejoras edilicias y una mansión de 2.400 metros cuadrados. Autos de lujo, plazos fijos millonarios y cuentas bancarias que no se explican solo con un sueldo estatal. Todo “legal”, todo firmado, todo prolijo. Tan prolijo que hoy la Justicia investiga si parte de ese patrimonio se construyó a fuerza de coimas y favores a empresarios. Porque nadie se vuelve millonario administrando recursos públicos por amor al servicio.
Pero el problema no es solo cuánto tienen, sino cómo lo hicieron. El verdadero escándalo es el método. Es la costumbre de creerse intocables. Es la idea perversa de que el Estado es un botín de guerra para el que llega al cargo.
En 2015, cuando el ciclo político se cerraba, un grupo de funcionarios de la Entidad Binacional Yacyretá decidió blindarse. No para rendir cuentas, sino para cobrarse. Inventaron una indemnización inexistente en la ley, se autoequipararon a empleados de planta y se llevaron millones antes de irse. Más de 20 millones repartidos entre consejeros y asesores, mientras afuera el país entraba en crisis.
El argumento fue tan cínico como ofensivo: dijeron que no pagarles sería “discriminatorio”. Discriminatorio es el sistema con el que se autopremiaron, no la ley que jamás los habilitó. Porque ningún funcionario público tiene derecho a una indemnización por cumplir mandato. El cargo no es un empleo, es una responsabilidad. Pero cuando la ética se pierde, todo se justifica.
Thomas devolvió el dinero. Otros dos también. El resto se quedó con los millones y sigue caminando como si nada hubiera pasado. Sin explicaciones, sin culpa, sin pedir perdón. Con la tranquilidad de quien cree que el tiempo borra todo.
Y mientras algunos se enriquecen con resoluciones a medida, en Oberá seguimos esperando respuestas. La obra de las Termas fue presentada como un hito histórico, una inversión estratégica para el desarrollo turístico de la ciudad. Se anunciaron cifras, se sacaron fotos, se prometió futuro. Se destinaron 180 millones de pesos.
Hoy las termas no están terminadas, no funcionan como se prometió y no generan ni empleo ni desarrollo real. Lo único concreto es el gasto. El dinero se ejecutó, la obra quedó a medias y el silencio oficial se volvió costumbre. No hay informes claros, no hay responsables, no hay explicaciones. Solo evasivas.
Entonces la pregunta ya no es técnica ni administrativa. Es política. Y es moral.
¿Dónde están los 180 millones de pesos de las Termas de Oberá?
¿Quién se hizo cargo del fracaso?
¿Quién rinde cuentas por los fondos públicos que desaparecen mientras la gente ajusta?
Porque el problema no es la falta de plata. El problema es que, una y otra vez, el poder se la lleva y nadie responde.
Para cerrar el año, conviene decirlo sin eufemismos: no hay mansión, plazo fijo ni relato que tape la indignidad. Y no hay obra anunciada que justifique la falta de respuestas. La verdadera deuda no es económica. Es ética. Y sigue impaga.


