El cambio sin importar qué ni quién...
Hace dos domingos, al terminar el debate entre Javier Milei y Sergio Massa, todos los periodistas, panelistas, analistas, comunicólogos, politólogos, consultores... y hasta los mismos protagonistas, dieron como ganador a Massa. Como pruebas irrefutables están todos los diarios de la Argentina del lunes 13, sin exceptuar ninguno.
En los archivos digitales de los medios también puede encontrar las encuestas que aseguraban en sus últimos sondeos una leve ventaja de Massa sobre Milei, y lo llamaban empate técnico, probablemente para abrir el paraguas por si se daba al revés.
Con sus anteojos antiguos entendieron que el más sagaz era el mejor. El más profesional imponía su experiencia. El más cínico podía contra el inocente. El preparado contra el espontáneo. No entendían que ese debate no movería la aguja de ninguna medición, entre otras cosas porque a nadie le interesaba, ya a esas alturas, la inflación, la inseguridad, las aventuras mediterráneas de Isaurralde, la dolarización, el Banco Central, el narcotráfico, la falta de medicinas, o el precio del pan. Lo que querían era un cambio y el cambio estaba tan a la vista, tan patente, que era imposible no verlo en aquel escenario en el que peleaba David contra Goliat.
A las ocho de la noche del domingo pasado, cuando la ventaja de Milei sobre Massa se volvió abultada y definitiva, los mentirólogos corrigieron apurados el error con las explicaciones que tienen ensayadas para esconder su sesgo al servicio del mejor postor, o quizá su incompetencia, o tal vez el plagio liso y llano.
¿Y si el cambio es Massa? Se preguntaba un experiodista, exfuncionario y también novelista, que funge de analista y recorre estudios de televisión pifiándola fiero en todas las elecciones. Parecía serio por su buena retórica, mientras nadie advertía que estaba recitando un oxímoron como un castillo. A su favor hay que decir que ondeaba lo del cambio.
El domingo pasado la mayoría no votó por la larga lista de motivos que esgrimían los marcadores de agenda. Y las ideologías apenas pudieron sumar un número cada vez más menguado de votos, aportados por partidos que, se supone, tienen maquinaria electoral. El 19 de noviembre de 2023 puede volverse histórico, para bien o para mal, porque ese día mayoría de los argentinos, harta de lo de siempre, pidió un cambio sin importar cuál era el cambio.
La comercialización de los políticos es una amenaza para la democracia, tan peligrosa como el fraude electoral. Los candidatos se han vuelto productos que se imponen como una mercancía. Son marcas. Logotipos. Sellos sin contenido. Jingles que se repiten sin sentido. Eslóganes vacíos. Los politólogos, comunicadores políticos o como se llamen, han conseguido divorciar a los candidatos de los gobernantes y las elecciones de la administración del Estado.
Ya no importa si los que elegimos serán buenos gobernantes, entre otras cosas porque este negocio se trata del poder y no del gobierno. Juegan con la democracia, la bastardean porque manipulan los sueños del pueblo, que vota por sus clientes como quien compra un producto engañado por la publicidad: lo único que importa es que lo compre. Y lo peor de todo es que las campañas se tarifan y tientan a los que tienen plata fácil y necesitan lavarla a cambio de impunidad.
El domingo pasado ese circo internacional de vendedores de humo se quedó sin argumentos en la Argentina, y se sorprendió el mundo entero.